martes, 26 de agosto de 2008

SEXO, PODER, REBELDÍA


Como va llegando el lejano septiembre que nunca es tan lejano, y necesito mil excusas para no coger nada que se parezca a un libro de la carrera, me permito actualizar nuestro querido y antiacadémico blog – analítico par algunos, metafísico para otros, posmoderno para los de más allá... impredecible y dionisíaco siempre – inspirado, decía, en una conversación que mantuvimos HVG y servidor camino a Gandía, en uno de esos múltiples viajes que el IIIW realiza a lo largo de la geografía valenciana para estudiar más de cerca al hombre – por desgracia, la mujer no suele dejarse estudiar – y con el objetivo de que nada de lo humano nos sea ajeno. Total, que me ha salido esta entrada un poco comercial, a ver si se reenganchan nuestro enemigos y fans habituales:

El sexo puede ser peligroso para el orden establecido. Sea cual sea. La iglesia lo sabía bien en los tiempos en que su código moral único era el discurso dominante. Su eficaz control sobre los cuerpos, basado sobre todo en una concepción radicalmente negativa del cuerpo y la sexualidad, consiguió que la gente, de puertas para afuera, se tocara lo menos posible, o se tocara a su manera (para reproducirse y adorando el misionero). Por supuesto – porque somos como somos y nos dan gustito los orgasmos – hecha la ley hecha la trampa: el orden burgués, puritano y trabajador, se encargó de crear sus propios mecanismos de evasión, dirigidos al patriarca – la dominación del deseo de la mujer, y me pongo feminista, era una constante – con su doble moral, sus amantes y sus putas. Que para algo se podía ir a misa los domingos y formatear los pecados. Pero, no obstante, es innegable que había un discurso oficial represor que caló hondo en muchos bienintencionados ciudadanos que vieron limitadas sus potencialidades sexuales hasta el aburrimiento, el hastío y las pajas sin ilusión ni esperanzas.

En esta misma línea, el deseo – que por aquel entonces no era tan rentable como ahora y Almodóvar no podía sacarle tanto partido – era la amenaza más grande para ese mismo orden burgués, inalterable, ordenado, estático, perfecto. La ataraxia burguesa, ese estado anímico que te aseguraba estar en el camino del bien, sin ninguna amenaza que perturbara la tranquilidad de un estilo de vida prefabricado e inmutable, se veía amenazada por el deseo, que había que reprimir, ignorar o canalizar de una forma correcta. Porque si se le hacía caso, era capaz de derribar todo ese esquema mental cimentado sobre el esfuerzo, el sacrificio y la apatía. En fin, que follar podía ser un acto de rebeldía. Cuando Winston Smith, en la novela de Orwell 1984 se tira a no sé quién (en un mundo en que está prohibido y estigmatizado) dice algo así como que era un acto político. Como ir a una manifestación (cuando hacían daño) o tirar un cóctel molotov. Y tiene razón: en la España franquista suponía decir no al miedo, reencontrarse con el cuerpo, con la libertad individual y todas sus potencialidades de placer jamás imaginadas. Ser dueño de uno mismo, de lo que más le pertenece. De la única propiedad privada que, en mi opinión, legítimamente disponemos: nuestro cuerpo y la capacidad de hacer con él lo que nos dé la gana, sin injerencias ni presiones. Vamos, que en los estrechos márgenes que el código moral único ofrecía, fornicar, copular y/o practicar sexo permitía abrir una grieta contra el sistema, una forma de no dejarse dominar. Una venganza.

Pero los tiempos han cambiado, y no azarosamente. Como nuestros analistas sociales favoritos dirían, hemos pasado del código moral único al sano pluralismo moral, al buen rollo y al café para todos. Todos somos felices, todos hacemos lo que nos da la gana (pero qué casualidad, ¡todos hacemos lo mismo!). Muerto el perro se acabó la rabia: masturbarse, practicar felaciones o sodomizar alegremente a un maromo de pelo en pecho (un bear, que se dice en el mundillo), no supone acto de rebeldía alguno, porque ya no hay nada hacia lo que rebelarse. Estamos en tiempos de tolerancia y fraternidad. Hemos alcanzado, por fin, el Bien y la Verdad (y podemos, además, enseñarlo en forma de Educación para la Ciudadanía), y si no disfrutamos de nuestra sexualidad es porque simplemente no hemos procesado correctamente la abundante información que los gurús del respeto y la diversidad nos ofrecen a todas horas. ¿O no?
Todo está permitido y tolerado, de acuerdo, pero igual ése es el problema. La asimilación que el sistema ha podido hacer de conductas sexuales que en un primer momento le fueron adversas. Y aquí entra Foucault:

Aldoux Huxley, en una entrevista en que hablaba de la visión del sexo en su mundo feliz (recordemos que allí, casi como aquí, los chavales empiezan a acostarse desde muy muy jóvenes, y siempre promiscuamente), decía que conforme más se limitan el resto de libertades, más tiende a aumentar nuestra percepción positiva – superficial – de la libertad sexual de que disponemos. Hoy, Foucault y yo pensamos que ocurre lo mismo: nuestra autocomplaciente sociedad está convencida de que tenemos total libertad sexual, pero... ¿de verdad es cierto? ¿qué libertad concreta se nos ofrece? ¿cómo se canalizan nuestras pulsiones?
Tenemos mayor libertad que en el puritanismo franquista, qué duda cabe. El capitalismo, como ya vaticinarion Marx y Engels en el manifiesto comunista, no necesita de ningún código moral único, antes bien: erosiona constantemente los valores tradicionales y los sustiuye conforme a las necesidades del momento. Y esto no es, si no eres cristiano o impotente, necesariamente malo. Además de esto, hay enormes industrias – desde el porno hasta los fabricantes de condones (que al final acabaremos follando con guantes de látex y mascarillas por miedo a pegarnos un constipado), pasando por fabricantes de consoladores de cristal para féminas en celo, valorados en unos 200 euros, ¡nosotras parimos, nosotras decidimos! – a los que el sexo les sale muy rentable. Pero esta libertad sexual que el sistema nos ofrece, sigue siendo tan limitante y poco peligrosa para el orden establecido como lo era la vida sexual de mis abuelos.

Las categorías se han multiplicado. Hoy somos heteros, homosexuales, queer, bisexuales, zoofílicos, pajeros, guarras, pervertidos, etc. Todo menos personas que hacen lo que les da la gana cuando les da la gana y con quien les da la gana. Cada categoría tiene su contenido, sus características, sus prácticas tolerables. Casi todos, la primera vez, lo hacemos siguiendo el modelo de alguna peli porno que le pillamos a nuestros padres (a nuestro padre, concretamente) o de alguna película de hollywood que echaban en antena 3 el día anterior. Sigue habiendo prejuicios generalizados y tabús (el sexo anal, el sado, el maso, los bukakkes...), y, cuando estos prejuicios generalizados desaparecen en algunos visionarios, en seguida viene la tentación de adscribirse a algún movimiento que haya por la red y que ofrezca la píldora que satisfaga todas sus perversiones inconfesables. Lo que quiero decir es que el sexo, hoy día, viene a ser como el soma, esa droga del mundo feliz que tiene todas las ventajas del cristianismo y ninguno de sus inconvientes: su función individual, de auto-descubrimiento y de sus posibilidades casi ilimitadas de placer, se canaliza hacia una visión tolerada socialmente que limite sus posibilidades al desahogo de presiones acumuladas – cosa que está muy bien, pero el sexo da para más – y evite, como al currante que su única vía de escape es ver el fútbol los domingos, pensar más de la cuenta. Nos pensamos muy libres porque podemos hacerlo cuando queramos, pero ¡qué casualidad que lo solemos hacer todos con la misma regularidad y casi casi del mismo modo! No, no es gratuíto: es dirigido.

Por supuesto, no estoy añorando – como lo hacen la mayoría de moralistas – unas “sociedades moralmente más fuertes” (puaj) o que el sexo sólo es positivo y enriquecedor cuando fomenta vínculos con la otra persona, como la confianza y el respeto. Esto me da igual, me dan igual los niños promiscuos e insensibles del mundo feliz. No es ése el problema. Lo que añoro es algo que creo no ha existido generalizadamente en ninguna sociedad, aunque nos vendan que ahora sí. Añoro reencontrarse con la esencia del sexo: desordenada, caótica, impredecible, inclasificable, sorprendente, dionisíaca. Sin etiquetas. Sin límites. Sin aparatos demasiado sofisticados, a ser posible. Y frecuentemente. Porque si en algo se parece este orden a la fortaleza del antiguo orden burgués, es que teme a lo dionisíaco y fomenta una conducta que persigue una felicidad inalcanzable, siempre futura, basada en conseguir trabajo estable y bien remunerado y, a ser posible, una familia que te quiera un poquito con la que poder irte al chalet los domingos. Todo menos el YA, el AHORA, el HOY. El buen hedonismo, el peligroso. Se sigue fomentando lo apolíneo y lo estable (por eso, entre otras cosas, venden tanto los libros de autoayuda).

En fin, ya acabo. Con Foucault, que para eso lo he nombrado. Seguimos en sociedades disciplinadas, que aspiran a disciplinar algo tan indisciplinable como el sexo. Por eso crean la sexualidad, que es una conducta, a base de categorías: eres hetero, haz esto; eres gayer, haz lo otro; eres pederasta, ven que te curemos. Sexo ordenadito y clasificado. Sobreinformación y más consejos de los necesarios. Esto está bien, pero no es peligroso; es limitante. Da placer, pero menos del que se puede conseguir. Y es tan políticamente correcto que da asco.

Y dicho esto, lo confieso: necesito un polvo.

Como podéis ver, lo de los argumentos y las tesis claras y ordenadas os toca sacarlo a vosotros. Podría haberlo estructurado mejor, pero así hermeneutizáis un poco y os metéis conmigo. Por cierto, espero que More_ complete esta entrada con alguna gilipollez (es cariñoso :P) de su querido Onfray, y que Irrelevante matice con Foucault que para eso se ha leído un libro suyo este verano. Besos y tocamientos desordenados y caóticos para todos.

- J a V i -