Con estas divagaciones pretendo zanjar por mi parte, diciendo lo que me falta por decir, el primer debate del IIIW: el famoso tema de la libertad de cátedra y, concretamente, de la religión desde el atril. O más concretamente, por el modo en que devino el debate, el de la religión como creencia al uso o como creencia con algún status especial. Resumo para quien no esté al corriente:
Yo defendí más o menos que prefiero – aunque me duelan las consecuencias de esta preferencia – que los profesores sean coherentes con sus creencias y, a la hora de plantear sus clases, no oculten sus principios e ideología; que no sean – o prentendan ser – neutrales, en definitiva. Sobre todo porque no creo en eso de la neutralidad: pienso que tras la máscara de lo objetivo se ocultan poderosas subjetividades que, desde algo parecido al punto de vista divino, maquillan sus intereses de bien común. Y, desgraciadamente, para combatir esta falsa neutralidad sólo se me ocurre la opción de tolerar que la ideología de cada docente intervenga en sus discursos.
Dicho esto, me gustaría matizar mi posición: hay formas y formas de que la ideología afecte en la docencia. Una cosa es que la selección de textos, por ejemplo, sea sesgada o que se introduzca alguna opinión o reflexión personal; otra muy distinta es que, pongamos por caso, en exposiciones del pensamiento de otros haya una visión excesivamente parcial, interesada y poco contrastada, o que se plantee el temario de forma insultantemente unidireccional. Esto último me parece, como mínimo, muy poco honesto y profesionalmente lamentable. Pero quedémonos de momento, en relación a lo que intento demostrar, con que apoyo que un docente suba al atril con el maletín de sus ideas.
Contra esto, un compañero me rebatía que hay que hacer una distinción entre dos tipos de creencias, a saber: las religiosas y todas las demás (hablábamos sobre todo de políticas, pero no sólo). Decía mi compañero que a él también le parece bien que un profesor no se deshaga de su ideología en sus exposiciones, pero esa ideología – o esas creencias que la fundamentan – deben ser, en el caso de una facultad de filosofía, mínimamente filosóficas. Y si la filosofía es reflexión, crítica y antidogmatismo, es inaceptable que un profesor parta de un dogma – y las religiones, es obvio, se basan en dogmas – a la hora de dar clase. Por eso hay que expulsar a la religión de las facultades de filosofía: la religión es, por definición, antifilosófica por dogmática.
Tengo que decir que la distinción que hace esta tesis (entre creencias religiosas y resto de creencias) no me parece nada disparatada. Es verdad que las creencias no religiosas tienen una particularidad importante: sobre ellas se puede discutir con otros y, si en algún momento se nos ofrece un argumento fuerte para que cambiemos de principios, nadie honestamente racional (y utilizo racional en su uso de “persona predispuesta a la reflexión antidogmática y desprejuiciada”; todos sabemos que mucha gente se toma las ideas políticas con el mismo dogmatismo religioso y fanático que tantos creyentes acríticos), se negará a hacerlo. Tienen, en palabras de mi “contrincante”, evidencias públicas compartibles. La religión, por su parte, tiene que aceptar dogmas, principios irrebatibles que se admiten por ese extraño sentimiento llamado fe. Y sobre ellos no hay discusión posible: si no se aceptan, no hay religión. Son evidencias privadas, sobre las cuales sólo se podrá hablar con otros creyentes con la misma fe – en mayor o menor grado -, puesto que un ateo descreído difícilmente podrá llegar a comprender lo que se quiere decir con ese extraño concepto.
Dicho esto, insisto en que, dejando de lado el tema de la libertad de cátedra, la religión no es por definición antifilosófica, y su status de creencia puede equipararse a las creencias de otro tipo (aunque dentro de estas últimas admito que pueda tener algunas características que la diferencien). Mi afirmación se basa en dos supuestos: que una creencia aparentemente irracional se puede tornar, si no racional, al menos razonable (entiéndase la diferencia como de grado) introduciendo algo de espíritu filosófico; y que del único dogma que, en última instancia, la religión obliga a admitir (esto es: que Dios existe), no se deriva prácticamente nada. A partir de estos supuestos, y junto a otros argumentos contra la tesis de mi compañero, voy a intentar explicarme:
a) A propósito de la actitud filosófica:
Decía mi compañero que, además de obligar a aceptar dogmas, la religión enseña a no cuestionárselos: es el paradigma del porque sí, y si la religión enseña a sus fieles que hay cosas que deben creer porque sí, porque son así y no cabe duda alguna, esos mismos fieles acabarán predisponiéndose a no cuestionarse nada y adoptarán un carácter crédulo frente a todo tipo de cuestiones (políticas, por ejemplo).
Coincido en que algunas opciones religosas, en especial la de la ortodoxia institucionalizada, promueven y defienden un modelo religioso completamente crédulo y acrítico: desde sus púlpitos, se autoreivindican como únicas depositarias del mensaje divino y con sus millones (porque quien está detrás de estas opciones suele tener muchos millones), como si de una empresa de publicidad se tratara, difunden urbi et orbi su ideario antifilosófico. Pero me parece importante y socialmente útil incidir en que hay otro tipo de religión, minoritaria y perseguida, que dista mucho de esa ortodoxia apostólica y romana. Hay tendencias - como, por ejemplo, la teología de la liberación – que toman su ideario cristiano (en el sentido más radical del término: como mensaje social de jesucristo) como base para cuestionarse la situación actual del mundo. Se podrá cuestionar que su método es engañoso e infundamentado, pero no se les podrá objetar que se crean acríticamente todo lo que les cuentan: precisamente gracias a que disponen de un paradigma utópico al que aspirar, pueden contrastarlo con la situación real del mundo y ser críticos con ésta. No digo que esto me parezca bien o no: digo que hay formas de tomarse la religión que invitan a la reflexión sobre otros asuntos que tenemos interiorizados por argumentaciones parecidas al porque sí.
Del mismo modo, lo que definirá el grado de filosofía en las creencias religiosas del feligrés será su predisposición a la reflexión o al asentimiento acrítico. Quiero recordar la distinción que hacía Unamuno entre creyentes que se guían por “la fe del carbonero” y los que se orientan, aunque sea parcialmente, con algo de espíritu filosófico. Los primeros se guían por un modelo religioso crédulo, acrítico y servicial, en el que el fervor religioso se comparte en grandes actos y, además, otorga al creyente una seguridad muy tranquilizadora. Pero el buen creyente es el que impregna sus irracionales creencias con algo de filosofía, el que está en constante crisis consigo mismo y con su fe; el que se ha replanteado mil veces sus axiomas y el que, aunque haya acabado consintiendo su fe, se digna a ponerla a prueba y a matizarla. Este segundo modelo introduce una actitud filosófica y reflexiva que, tengo que reconocer, me parece encomiable. Ojalá todos los creyentes la tuvieran: otro gallo cantaría.
b) Sobre las evidencias públicas y privadas:
Decía mi compañero y amigo, como he explicado arriba, que no puede haber discusión seria entre un creyente y un ateo, porque un ateo no podrá comprender las evidencias subjetivas en que basa su creencia el religioso. Admito que para quien jamás haya sentido nada parecido a eso que llaman fe, resultará casi imposible entender la justificación irracional del creyente. Pero del mismo modo, quien nunca haya estado enamorado – quien nunca haya sentido algo parecido a eso que llaman amor – tampoco podrá comprender la angustia existencial del romeo de turno, y le resultará absurdo que su amigo no coma ni duerma bien porque la mujer de su vida le ha vuelto a decir que no. ¿Implicaría eso que sobre el amor no se puede hablar, y entonces es mejor callar? ¿Le daremos la razón a Frege en que lo único compartible son los pensamientos y no las representaciones? Yo no: es cierto que nunca podremos saber al 100% lo que sienten los demás, por lo subjetivo de las emociones; pero es cierto que, siguiendo a quien inspiró nuestro blog, tenemos un lenguaje con unos usos concretos que nos permiten hacernos una idea de lo que cada quien quiere expresar. Se me podrá objetar que todo el mundo acaba enamorándose o acercándose a lo que comúnmente se entiende por amor, mientras que no todo el mundo alcanza la fe. Y es cierto, al menos en parte. Pero también es cierto que los ateos suelen compartir marco cultural con los creyentes, lo que posibilita la comprensión. Por poco que un ateo comprenda esas evidencias privadas del creyente, puede hacerse una idea de lo que quiere expresar con eso de que su fe, como emoción o sentimiento, justifica su creencia. Y en ese sentido tanto el ateo como el creyente están al mismo nivel: ni el ateo podrá convencer al creyente, utilizando argumentos “racionales”, de que su fe es un absurdo, ni el creyente convencerá al ateo, con argumentos “irracionales”, de que Dios existe. Sus creencias habitan esferas distintas, como decía la teoría de mi compañero; pero, una vez entendida y clarificada esa distinción, ambos podrán hablar y entenderse. No llegarán a acuerdos seguramente, pero tampoco es necesario que lo hagan: con que cada uno entienda las razones del otro – y esto sí puede conseguirse – basta. Y basta porque, en el fondo, su discusión sólo hace referencia a lo que voy a decir en mi último punto:
c)Del único dogma que la religión obliga a aceptar:
En el fondo, dejando tradiciones religiosas a parte, lo único que verdaderamente obliga la religión a aceptar es la existencia de Dios (y, si se quiere, que ha creado el universo). Es lo único que, sensu stricto, el creyente ni puede ni debe replantearse. Todo lo que se articule en torno a ese dogma depende de la interpretación que haga cada tradición. Pero del axioma “dios existe” no se deriva ni un código moral único, ni un catecismo determinado, ni el misterio de la santísima trinidad. Otra cosa es que la mayoría de confesiones digan que sí, y que además su interpretación es “la” interpretación y el resto son herejías. El creyente serio y “filosófico”, si es como yo pienso que debe ser, no se creerá de la misa la mitad y me dará la razón. Y, además, se molestará en “transvalorar” la moralina barata que le dé su iglesia en cómodas cápsulas para buscar su propia vía.
Y poco más. El caso es que en el fondo cada uno se consuela como quiere. Unos quieren creer en Dios y otros queremos creer en la razón y la filosofía. Pero en el fondo, como canta mi idolatrado Sabina, todo son mentiras. “Más de cien palabras, más de cien mentiras, para no cortarse de un tajo las venas; más de cien pupilas donde vernos vivos, más de cien mentiras... que valen la pena.” Amén.
- J a V i -