domingo, 28 de diciembre de 2008

Revolución y universidad

Sigo señalando al suelo...


El estudiante que se plantea la lucha por sus derechos se ve irremisiblemente arrastrado a una serie de categorías predefinidas. La figura, el rol del manifestante es amplio e incluye, entre otras, la imagen cotidiana del estudiante en protesta pacifica. Si la protesta alcanza niveles mayores, la prensa hará uso de los manidos clichés del mayo del 68. A su debido tiempo y cuando resulte necesario, la categoría de terroristas, alborotadores y vándalos en general acoge con facilidad al estudiante en lucha. Se trata de máscaras. El gran problema con que se encuentra el estudiante universitario en lucha es el etiquetado automático. El estudiante, si resulta una amenaza para el orden público, es criminalizado y estigmatizado para favorecer y facilitar su posterior represión por parte del poder disciplinar. Si resulta ser inofensivo, se le ignora y delega al olvido, apartándolo, alienándolo. Habría mucho que hablar aquí sobre disciplina y biopoder.

Y el problema no es tanto que al estudiante se le clasifique, sino que se le clasifique en categorías que no le convienen. Una solución al problema: repensarse, repensar la figura del estudiante en lucha. Trabajo de reelaboración conceptual. Quitarse máscaras. Y para ello nada mejor que ser conciente de que existen tales máscaras. Trabajo de arqueología, pues. ¿Por qué se asocia la violencia a la figura del estudiante?, ¿y el idealismo?, ¿por qué el socialismo? ¿Cómo librarse de estas máscaras que el poder coloca, y de otras tantas que uno mismo se construye irreflexivamente? El trabajo arqueológico tendría que empezar por la propia forma-hombre del estudiante reivindicativo. ¿Cuándo se unieron revolución y estudiante, protesta y universidad?, ¿qué precedentes existen, si los hay, del Mayo francés?, ¿cómo se forja históricamente esta figura, qué características arrastra? Es este trabajo para el historiador, para el periodista, para el filósofo, que no haremos aquí, pero que sería interesante realizar y que resulta productivo plantear.

Lo que si parece claro es que los problemas que impiden el buen desarrollo de la revolución, de la revuelta (véase la criminalización, la represión, el apartheid, el olvido), son producto de la categorización por parte de la instancias disciplinarias, de las instituciones mediáticas, de la cultura popular. Borrar la carga de prejuicio heredados inherentes a la figura histórica del estudiante universitario resulta prioritario. Para ello, como se ha dicho, repensarse en tanto sujeto político, autorreflexión crítica, desenmascaramiento y toma de posiciones. Construcción de nuevas máscaras, desubjetivización continua. Lucha por liberarse de la rigidez de las etiquetas impuestas y forja de nuevas que convengan a los intereses del estudiante. Y así poco a poco, y esto ya es una apreciación personal, dejar atrás el estandarte del idealismo, el romanticismo y la responsabilidad, y levantar la bandera del pragmatismo, la contradicción y la casuística. Una forma tan buena como cualquier otra de huir de la estrecha dicotomía mayo francés - delincuencia juvenil.


Carlos

domingo, 21 de diciembre de 2008

Creo que estoy muerta: o de cómo perder la naturaleza en el Barrio Rojo

¿Se os ha ocurrido pensar qué es lo que pasaría si perdierais la creencia de que lo que estáis viviendo es real? Pero no sólo eso: ¿qué ocurriría si mantuvierais intacta vuestra capacidad de razonar, pero no hubiera absolutamente nada que os empujara a confiar en ella? ¿Y si no tuvierais conciencia de vosotros mismos como un ser que es capaz de actuar, sino únicamente como un automatismo que es consciente de lo que dice y hace tan sólo después de que esto haya ocurrido?

Probablemente (o no) lo primero que os viniera a vuestra dispersa mente serían Hume, Pirrón y otra media docena más de escépticos (e incluso Wittgenstein y su certeza, si frecuentáis este blog). Seguidamente, lo más probable es que el pánico comenzara a apoderarse de vosotros. O no. Pero eso fue lo que me ocurrió a mí.

Era sábado noche y yo cargaba sobre mis espaldas demasiado tiempo sin dormir. Ese mismo día había llegado a Amsterdam, tras unas cuantas horas de avión y tren. A las doce de la noche el cansancio era notable, pues había estado andando todo el día. El Barrio Rojo estaba lleno de gente, de extravagante gente; y yo caminaba entre ellos junto a un amigo en busca de algún Coffee Shop.

Medio porro de white widow fue todo lo que fumé. Después, para saciar mi descontrolado hipotálamo, decidí atiborrarlo con una cantidad ingente de azúcar proveniente de una bossche bol. Y así quedó mi cóctel: pocas horas de sueño, mucho cansancio, algo de marihuana y demasiado azúcar. ¿El resultado? Creerme muerta.

En una calle cualquiera, en un momento cualquiera -¡repentinamente!- algo raro pasó por mi cabeza. Recuerdo haber girado una esquina y haber sentido algo extraño; muy parecido a lo que se siente un instante antes de quedarse dormido. A partir de ahí todo fue raro. Sentía todo lejano; las cosas habían perdido 'algo', pero aún no sabía lo que era. La realidad ya no era tal.

Yo seguía hablando, de forma absolutamente coherente, pero no me daba cuenta de lo que decía. Al menos no en el mismo momento, sino unos segundos después, tras los cuales quedaba estupefacta al descubrir que seguía conversando de forma automática. ¡Y también andaba! ¿Cómo era posible eso? ¡Si yo no lo estaba haciendo!

Poco a poco, las cosas se tornaban cada vez más raras, menos reales, como si fuera un sueño. Yo cada vez tenía las manos más frías, e incluso había perdido el tacto. La conciencia que tenía era realmente extraña: percibía el mundo exterior como menos real, y también tenía pequeños apagones de conciencia que duraban, según estimo, algunos segundos, los cuales -evidentemente- no puedo recordar, pues tan sólo era consciente del momento en que salía de ellos.

Después de estos 'despertares', o 'momentos de lucidez' (así los llamaba yo conforme iba hablando en mi discurso automático) me esforzaba en razonar e, incluso, en realizar operaciones matemáticas para demostrarme que todo iba bien. Pero yo no sentía que las cosas fueran bien. El mundo exterior se me hacía irreal, pero a la vez era tremendamente coherente: yo seguía teniendo manos con diez dedos, razonando y leyendo perfectamente... pero todo eso no me llevaba a concluir que tan solo estaba sufriendo los efectos de mi cóctel, sino que la conclusión lógica para mí era la de que había muerto. ¿Salto deductivo? Quizás. Pero aquella percepción tan extraña de la realidad no podía sino ser debida a que estaba muerta. Y lo veía clarísimo. Y racionalmente intentaba pensar todo lo contrario, pero no me lo podía creer. No podía creer que estaba viva. Pero, entonces, si estuviera efectivamente muerta, ¿por qué era capaz de estar razonando? Simplemente porque mi cerebro no estaba apagado del todo aún, seguía entre la vida y la muerte, viviendo una alucinación y, probablemente, a punto de encontrarme con la luz del túnel en cuanto girara alguna otra esquina.

Yo, racionalmente, me daba cuenta de que eso no tenía ni pies ni cabeza. Pero mi racionalidad no era suficiente. Independientemente de cuánto acudiera a la realidad en busca de pruebas que justificaran mi existencia y su existencia, mi sentimiento me decía que aquello no era real: había perdido la naturaleza que me lleva a justificar, o a dotar de base, el uso legítimo de la razón.

Y es que, cuando se nos presenta un argumento escéptico, tal como aquel que dice que somos cerebros en cubetas, podemos considerarlo como plenamente coherente y racional al extremo, pero finalmente acabamos desechándolo porque realmente no podemos creer en él. Algo nos empuja a dejar los dictados de la razón, a dejar de buscar justificación última: simplemente, sentimos y creemos que es así. El punto clave es que yo no era capaz de esto. Mi razón había quedado totalmente desprovista de fundamento. No había nada que me hiciera creer que estaba viva: ni mis mejores razonamientos, ni las palabras de mi preocupado amigo, que se esforzaba en proporcionarme pruebas para abandonar mi descabellada creencia. Estar pensando (cuando tenía estos 'momentos de lucidez') y estar escuchando algo como 'estás viva porque yo estoy aquí contigo' no parecen implicar necesariamente que un individuo vaya a adoptar la creencia de su propia existencia. La evidencia cartesiana no era autoevidente para mí. Pienso luego existo no era más cierto que llueve luego me mojo. Y eso me aterraba. Me horrorizaba el hecho de dormir esa noche y no volver a despertar. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? En ese punto, apenas podía mantenerme de pie, estaba completamente exhausta, helada y agotada después de una hora de delirio.

Tras leer esto probablemente algunos me acusaréis de antimaterial, otros de dicotomizar emoción y razón y otros tantos de loca. Pero ninguno de vosotros tiene razón.

Por cierto: ahora ya sé que estoy viva.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Revolución y filosofía

Revolución es enfrentar al poder en tanto tal y en su discurso. Es por eso que la revolución toma a menudo la forma de un ‘no’, en tanto es contraposición, choque, batalla. Sucede que el poder se manifiesta en preguntas, puesto que el poder identifica, etiqueta, individualiza, categoriza, ordena y clasifica. Es su naturaleza. El poder pregunta: ‘¿de qué manera practicas sexo?, ¿cómo amas?, ¿cuál es tu ideología política?’ Y una vez obtiene una respuesta, te increpa: ‘¡quieto!, ¡no cambies, se coherente, se lógico, permanece siempre así!’ Luchar contra este interrogatorio es un trabajo continuo, diario. Ponérselo difícil al poder, negarse a contestar, cambiar, contradecirse; eso es revolución. Es esta una suerte de ética de la revolución, y no hay mejor arma o instrumento para llevarla a cabo que la práctica filosófica. La filosofía, que no sirve a nadie, no sirve a nada, no sirve para nada. La filosofía, que entristece, que destruye, que se devora a si misma a cada momento, que se autorrefuta, se retuerce, que está viva. Que está libre de trabas y siempre dispuesta a morder a quien trate de doblegarla a sus designios. El pensamiento de todos los hombres en todas las épocas. El violento latir del impulso vital. La batalla y la guerra. Es revolución, es filosofía.


Carlos